
En un pequeño, muy pequeño cuarto de un gran hospital, con caras de pabilos, como si las cenizas ocultaran su tristeza, un pequeño grupo entretejía el profundo misterio de alguien que se ha ido. Confuso. Muy extraño. A pesar de lo cotidiano entender la acechanza de la muerte. Entender, que aún coquetean en tus oídos palabras, el brillo de sus ojos, su sonrisa, aunque marchita, pero perfumada con un bálsamo de amor. Unas pausadas palabras de sabiduría: ”tienes que cuidarte… estás delgada…” celebrando frases producidas para provocar oírte hablar, saber que estas ahí! Oh muerte, que mala pasada me jugaste; coqueteaste con todos.
Esta frase late aun en mis entrañas, ¡vil engaño!: Descansó. ¡Qué ilusa fui! Pensé que tu descanso era como el que acostumbrabas tener. Pero caigo en que descansaste, si; pero sin los que te queremos. Aún así sigo confundida, y salgo del asombro, no cuando te veo, tranquila, serena, llena de paz, sino cuando mi curiosa mirada se desliza, y el indiscreto electrocardiógrafo me señala una línea recta suave, tranquila, que una y otra vez me susurra al oído: se fue la vida.